Acuerdo europeo sobre control ambiental
Los nuevos acuerdos de la Unión Europea sobre el cambio climático plantean un desafío al próximo gobierno de Barak Obama para que los Estados Unidos abandonen su cerrada oposición al control de la emisión de gases contaminantes.
Acostumbrado a emitir frases rotundas, y al hablar acerca del acuerdo alcanzado por la Unión Europea (UE) sobre el cambio climático, el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, afirmó: "Ningún otro continente se ha fijado reglas tan vinculantes". Es verdad. El problema es que acuerdos sobre este problema planetario han sido muchos, pero los avances en la lucha contra el efecto invernadero siempre fueron escasos y mediocres.
Entre los países que nunca cumplieron lo prometido o lo hicieron con ostensibles reticencias, figuran precisamente las mayores potencias económicas del espacio europeo. Es de esperar que las experiencias negativas acumuladas, sobre todo en relación con el zarandeado Protocolo de Kioto, que nunca pudo traspasar las barreras de la virtualidad, hayan servido en la reunión de Lisboa, concluida el viernes último, para que se adopte un compromiso firme y sustentable.
Entre las reglas vinculantes mencionadas por Sarkozy, se cuentan algunas ya ensayadas (como el pago de compensaciones por contaminar) y otras que son un pasaje en limpio de medidas de relativo cumplimiento. Así, a partir de 2013 las industrias más contaminantes (como electricidad, acero, vidrio y química de base) deberán contribuir económicamente al saneamiento atmosférico, aportando en relación con el volumen de sus emisiones.
A partir de ese año, deberán pagar 15 euros por tonelada de gases, equivalente al 30 por ciento de las emisiones totales, suma que se elevará al 70 por ciento en 2020, para alcanzar al ciento por ciento en 2027; es decir, siete años más tarde de lo previsto por la Comisión Europea, que es la rama ejecutiva de la UE. Uno de los acuerdos de Lisboa que puede generar resistencia en los países emergentes se relaciona con la "deslocalización" fuera de la Unión Europea de industrias contaminantes, cuyas emisiones "serán gratuitas si se aplica la mejor tecnología disponible".
En la práctica, esto puede quedar como una expresión de buenos deseos, y nada más que eso. El mundo subdesarrollado podría seguir recibiendo establecimientos contaminantes, a cambio de trabajo precarizado; son las leyes de hierro de las reducciones de costo y de la miseria, que obran en forma conjunta para producir lo que se denomina "exportación de la contaminación". No existen, pues, demasiados justificativos para la euforia sarkoziana, sobre todo si se consideran los numerosos fracasos en la búsqueda de aplicación, a escala planetaria, de una verdadera política de lucha contra el efecto invernadero.
No puede olvidarse que la UE no presentó en la capital portuguesa una posición homogénea, porque la mayoría de las naciones del Este que ingresaron en la Unión Europea en 2004 se manifestaron en contra de los acuerdos. Sus industrias son las más contaminantes de ese continente y carecen de recursos para replantear sus infraestructuras fabriles e introducirles técnicas de mayor control de la emisión de gases.
Necesitan de financiamiento y, en la actual fase de recesión, no resulta fácil obtener esa asistencia monetaria. Al respecto, el bloque de los países del Este solicitó un incremento en los subsidios aplicables a esa transformación, reasignando lo que se recaude por la subasta de derechos de emisión; esto es, lo que pagan las industrias cuando superan o necesitan superar sus márgenes de emisión.
En contraste con el optimismo del presidente de Francia, el responsable en Bruselas de Oxfam (Oxford Commitee for Famine Relief, una ONG internacional que lucha contra la expansión del hambre en el mundo) afirmó que "el paquete de cambio climático propuesto inicialmente por la Comisión proponía leyes muy severas, pero los líderes han cedido a los grupos de presión empresariales, dejando a millones de pobres en situación de peligro".
De todos modos, el acuerdo europeo bien puede ser interpretado como un desafío lanzado a los Estados Unidos, en especial al presidente entrante Barack Obama (sería ilusorio esperar del presidente saliente George W. Bush nada positivo en materia de ecología), para que adopte en lo inmediato una política similar. Obama ya se ha comprometido al respecto.
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